Las cosas no estaban bien desde hace tiempo. Como esas parejas que padecen el presente y pretenden recomponer las hilachas de su amor con la añoranza de tiempos pasados, Lionel Messi decidió apostar (¿más de la cuenta?) a su historia con Barcelona. Buscó avivar unas cenizas que ya no tenían calor. Y, como pocas veces en su carrera, parece que falló.
El fútbol, como la vida misma, muchas veces resulta injusta. Hasta cruel. Grandes jugadores cuya carrera llena de luces se vio opacada por un instante, o por un partido, pueden dar fe de ello.
Le tocó hace casi una década y media, por caso, a Zinedine Zidane, quien concluyó su magnífica trayectoria en el momento mismo en que Horacio Elizondo le mostró la tarjeta roja, tras un cabezazo a Materazzi, en la final de Alemania 2006.
El francés, precisa e involuntariamente, se transformó en uno de los últimos eslabones de la cadena que gestó una nueva injusticia en este deporte.
Su Real Madrid le arrebató la corona de la Liga española al Barcelona de Messi, quien comenzó a ver como el piso de concreto sobre el que posaban sus botines en el blaugrana, se transformaba en un lodazal resbaloso.
Venía de padecer una dolorosa eliminación de la Champions League en Roma en 2018. Un año después, Liverpool fue el que le dio otro golpe de nocaut. El capitán culé contó hasta ocho y se levantó, dispuesto a tomarse revancha, aún cuando las señales externas no eran del todo efectivas.
En consecuencia, el desquite no llegó. El plantel se reforzó con futbolistas que rindieron poco o nada, Valverde no pudo recomponer la imagen del equipo y Setién terminó por estrellar a Barcelona contra el poderío de Bayern Munich.
En Lisboa, en plena pandemia de Coronavirus y después de dos décadas plagadas de éxitos en en el club catalán, quedó sentenciado el final.
La última imagen de Messi con la camiseta blaugrana, al parecer, será esa, en un estadio da Luz donde pretendía recuperar la corona europea y cosechó una histórica goleada histórica. Sería, claro, una absoluta, llana y absurda injusticia.